15 de abril de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El yo y las circunstancias
La vida es un entretenido juego de “abalorios”, como el que pinta Herman Hesse, o el que retrata Arturo Barea en sus Cuentos Completos.
El juego del héroe que camina descalzo entre alambradas trincheras; el del soldado que, haciendo caso omiso al mandato de sus superiores y de las reglas de juego, dispara al aire, perturbando cada noche el merecido descanso de su batallón, para evitar que el centinela enemigo se duerma y que algún francotirador le pueda volar la cabeza; el gesto de arrojo y valor del padre que cava la trinchera para proteger la vida de su hijo, y que cuando éste cae ocupa su puesto, en defensa de sus ideas ; la actitud de quien “era un liberal, pero en realidad no tenía una mentalidad política, le aburría y desagradaba pertenecer a un grupo, buscar favores y acusar a los oponentes de cosas que tendría que disculpar en sus correligionarios, todo lo cual era necesario para una carrera política”; la confrontación de amores “parásitos”, de torero y bailaora, en que si uno florece al otro le toca morir.
Tantas historias, que nos brinda el día a día, que se pueden disfrutar muellemente sentados en la butaca de un cine.
Me gusta el cine “Avenida”, porque allí suelen poner aquéllas de “arte y ensayo”; las que dejan subtituladas para que se aprecie mejor el idioma y la naturalidad de la voz.
Me gusta este cine porque es donde se pueden ver las películas francesas, que tan tiernas son, que con tanta sensibilidad tratan el paisaje y que cuentan historias de cada día, historias del corazón y no psicodramas absurdos que dificultan la digestión y la confianza en uno mismo.
Me gusta el “Avenida” porque a él acude gente como tú y como yo, veteranos como Alfonso Guerra, poco acostumbrados a las luces del “Whatssap” y al ruido que hacen las palomitas de maíz.
Hace unos meses fui a ver “Ocho apellidos vascos”, la película española más taquillera de la historia, de la que se anuncia ya segundas partes.
La peli me emocionó. Me emocionaron sus paisajes ─la ermita de San Telmo, Zumaya, Triana, el Guadalquivir…─, tan arraigados en mí, que ya no se borran ni con las gomas “Milan”; me emocionó la historia, una historia de amor tan parecida a la que otros amigos vivieron, a la que todos vivimos en nuestra juventud; me emocionaron los avatares del “emigrante” andaluz; me reí mucho con aquellos tópicos, que yo también conocí durante mi estancia en Villarreal de Urretxu, o en el barrio de San Lorenzo (allí, junto al Gran Poder). Nada de aquello de lo que pueda ya prescindir.
Porque, más allá de tristes sombras, la vida se resuelve en luz, como ya lo explica la pintura de Velázquez para quien la quiera ver.
La Amaia sencilla y sanota, caracterizada por su flequillo─ que parece cortado de un hachazo─, y el Rafa- Antxon ─tierno, imaginativo y simpático─, son parte de la familia; somos nosotros, los amigos, nuestros hijos, la hermosa gente que ves.
“Yo soy yo y mis circunstancias”, que dijo Oselito Ortega y Gasset.
Las queridas circunstancias que imprimen en mi cara un cierto parecido a mi perro. Las múltiples circunstancias que proclamó aquel subalterno de “El Gallo”, cuando dijo que “¡Hay gente pa´ tó!”.
A lo largo de nuestra vida convivimos con toda clase de gente, situaciones y paisajes que nos hieren de raíz…; tan discretos los unos que, ante su presencia, no se abren ni las puertas automáticas de El Corte Inglés; tan ruidosos, los otros, que no hay día que pase sin que nos digan, nostálgicos, una vieja canción.
De vuelta a casa, pude reconocer el paisaje de que hablaba la peli.
Atravesé el puente de Triana y saludé, orgulloso, al generoso Guadalquivir. Bajé hacia San Jacinto y allí, en la bulla de los sábados, me topé con una procesión que portaban jóvenes costaleros. Como figurantes había un montón de turistas, mirando la escena absortos desde la tranquilidad de un velador; gente como el “Culebra” y el “Cabeza”, protagonistas de “El mundo es nuestro”; gente guapa y amigable, como somos los andaluces.
Y pensé que en esta fraternidad vasco─ andaluza nada tuvo que ver la clase política; ni los asesinos a sueldo de ETA; ni el cinismo de los jesuitas de Deusto; ni el silencio de los consentidores; ni la gola y el extremismo de la derecha; ni la “gauche divine”, que se quedó en “divina”, en la aterciopelada voz de Boris Izaguirre; ni los amaños de la oligarquía y de los “convenidos” de la Transición.
Esa fraternidad se compuso entre la gente sencilla del pueblo, poniendo cada cual su pequeña tesela hasta conformar uno de esos mosaicos imposibles de disfrazar.
El curso 82- 83 fue para mí un “annus mirabilis” que llevaré metido en vena hasta que me vaya de aquí.
Aquel año mis alumnos del IES “José María Iparraguirre” solicitaron de mi persona que les enseñase a bailar flamenco; y todo lo más que supe hacer es enseñarles sevillanas, distrayendo así su media hora de bocadillo y recreo.
Con “Chiquetete” y con Encarna María─ que enseñó a las chicas a mover las manos, en sesiones de tarde─ aprendieron a bailar más de un centenar de jóvenes, que proclamaban cada día la alegría de vivir y que daban la espalda a toda clase de prejuicios y fanatismos.
Allí seguirá vivo ese recuerdo, junto a los Abásolo ─ “vuestra familia en el País Vasco”, como ellos repiten, en tantísimas ocasiones en que nos hablamos─, los Patxi, las Yosune, las Idoia…, y tantísima buena gente que nos ofreció su amistad y su cariño, y que han hecho imposible escuchar el “Maitechu mía” sin que nos traicione una lágrima de emoción.