22 de febrero de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
¡Diplomacia!

Durante las dos décadas en que trabajé en Camas ─población famosa por ser cuna de toreros─ tuve la suerte de que, hasta en mis peores momentos, siempre algún compañero generoso me endulzó el café matinal con sus chistes, cuentos, sucedidos o anécdotas, a que tan aficionados son los sevillanos de a pie.
Recomponiéndose las gafas con el dedo índice, o bien arrimando una mano al mostrador, la otra libre para hacer trazos al aire libre, Álvaro Fernández, que así se llama uno de estos talentosos, no daba el menor respiro al toro de la conversación. Y aquí un capotazo amable, y allí el quite de una sonrisa o de un gesto cómplice, iba aliñando la faena con tal primor que, de haber justicia en el mundo, en más de una ocasión habría merecido salir a hombros por la puerta grande, aunque solo fuese de uno de esos cosos de provincia.
Hay quien reparte su gracia con el mismo sentido con que otro regala a su prójimo un achuchón, pero mi colega va un puntillo más allá, y no duda en usar su ingenio como paliativo del dolor.
Velábamos el cuerpo presente de la madre de un íntimo, y en el ambiente se mascaba la tensión: en el transcurso de un año aquella bellísima persona, viva imagen de la desolación, había perdido a su padre, a su madre, a su hermano y hasta a su perro. Se había quedado más solito que la una… Y aprovechando un lapsus, en que apenas si se oía la propia respiración, el amigo fiel sacó a relucir su celebrada sal ática, que a todos nos hizo reír, y que después, en un aparte, trató de justificar en los términos más sencillos que encontró:
─ Es que si a ese toro no le damos salida este pobre va a estallar…
Generosa declaración de principios que ningún hombre de bien podría nunca olvidar.
Pero sin llegar a estos extremos, en tan solo unos retazos de la conversación de mi amigo ya es posible adivinar el espíritu del donaire, capaz de recapitular entre líneas el carácter de un pueblo, de esbozar las costumbres de sus gentes, y hasta de dejar planteado un tratado de ética y de moral.
A menudo una frase hecha, el primer grupo fónico de un refrán, o la sola mención de una palabra, pone en pie a todos sus cofrades, atentos desde ese instante al paso de una nube, o al catálogo de intenciones gestado en algún despachito gris.
De existir la profesión mi amigo sería especialista en pronósticos y cabañuelas, como los agricultores que miran a la lejanía y saben cómo será el tiempo en las próximas horas, y si va a llover o no.
Y cuando amenaza tormenta y se huele el chaparrón él mismo tiempla los ánimos con aquel abracadabra que en tales momentos suelen sacar a relucir los verdaderos líderes, adobado, eso sí, con un seseo peculiar:
─ ¡Diplomasia!, ¡Diplomasia!
La filosofía práctica de este alumno aventajado de Juan de Mairena, que tiene su fiel reflejo en una única palabra, se explica en razón de un suceso del que él mismo fue un involuntario espectador:
Era el día inaugural de la feria de Sevilla: el famoso que llaman “del pescaíto”, en el que los socios se reúnen para cenar en sus casetas y compartir la sabrosa cháchara, de que todo el mundo parece estar tan necesitado.
Grupos de gente, procedentes del popular barrio de Triana o de los pueblos más próximos del Aljarafe, acudían hasta allí, ataviadas ellas con el traje de gitana y la mantilla, como requiere la ocasión. Confluían a la altura del Parque de los Príncipes y de la Avenida de la República Argentina, donde aprovechaban un momento de respiro para ensayar unos bailes, o bien para afinar la voz con manzanilla de Sanlúcar, antes de acceder al Real.
En este ambiente de júbilo un fuerte ruido metálico vino a desafinar el rítmico riá- pitá de los palillos: se había producido un choque de coches en cadena, provocando con ello la interrupción del tráfico y la intervención de numerosos viandantes, atentos siempre a poner unas gotitas de árnica en tan feliz ocasión,:
─ ¿Algún herido? Entonces no es nada más que chapa, y eso tiene solución. No pelearse, ustedes no pelearse… Que lo arreglen los seguros, que para eso están…
En este mismo momento salía de uno de los bares de la zona un agente de la policía municipal. Llevaba unos metros ensayándose en embutir su cabeza en la gorra de plato cuando, en brevísimos instantes, se hizo un retrato mental de la situación; entonces, actuando de una forma comedida, puso la gorra debajo de su brazo, miró expectante a su alrededor, y procedió a retirarse por un callejón lateral, como quien huye de la quema, al tiempo que decía:
¡Diplomasia! ¡Diplomasia!