13 de diciembre de 2014 | Joaquín Rayego Gutiérrez

La ventana del tiempo

LA CIUDAD ES EL ÁMBITO DE LOS DIOSES DONDE NADIE REGALA NADA, NI TAMPOCO EL MANÁ

Cuadro de José Cándido Carballo Santiago
Cuadro de José Cándido Carballo Santiago
Del polígrafo santanderino D. Marcelino Menéndez Pelayo decía Octavio Paz que era como una gran montaña desde cuya cima se divisaba todo el panorama de la literatura española.
Es imprescindible, para la historia de nuestro pensamiento, la presencia de estudiosos que rescaten las glorias de nuestro pasado, y las seleccionen, clarifiquen, cataloguen y estudien hasta la más estúpida nimiedad.
En los tiempos que nos han tocado vivir se hace necesaria la labor del especialista que ilustre sobre las diversas materias que matizan nuestra realidad. El mundo en el que vivimos rebasa en mucho nuestros niveles de curiosidad y no todos estamos capacitados, como los grandes artistas del Renacimiento, para acumular tanta metodología y tanta ciencia.

Somos legión los que no aprendimos bien Matemáticas, y a los que nunca se nos ha dado bien abstraernos en logaritmos neperianos de base 2. Hubiéramos necesitado la ayuda de un gran profesor como D. Florencio Pintado, o como Pablo Frutos, que ponía a sus gitanitos de Jerez problemas de carácter práctico, a ritmo de bulerías:
─Si tú le das cinco euros al dependiente de El Corte Inglés, y el lápiz sólo cuesta uno ¿Cuánto te ha de devolver?
Porque aunque no seamos sabios todos nos creemos merecedores de que nos quieran, de que endulcen nuestra epidermis con un sentimiento de piedad; que, más allá de toda clase de razones humanas, alguien asuma plenamente lo que somos: la sombra y la luz; la cueva y el cielo abierto; la grandeza y la vulnerabilidad; el abrazo fraterno y la orfandad más terrible.
Todo lo merecemos, como aquellos gitanitos de la historia. Hasta que Pablo Frutos nos toque su guitarra por rumbitas o bulerías, o que Matilde Coral nos baile una alegría, una farruca, o una zambomba de Navidad.
Nada valdría D. Quijote si no tuviese ante sí ese eco luminoso, esa especie de diapasón que es la amistad: Sancho cuerdo, Sancho loco, Sancho anónimo, Sancho político, Sancho guasón…
─Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que yo he visto en la cueva de Montesinos; y no os digo más.
Tenemos pues que estar dispuestos a fundirnos en un abrazo de comunión con nuestros semejantes, a oír las razones de un niño, la voz de la sangre y las palabras de un loco, como las únicas autorizadas para proclamar su verdad.
La ciudad es el ámbito de los dioses donde nadie regala nada, ni tampoco el maná. Edificios colosales donde el frío se cuela por las rendijas del corazón; donde la anomia es la sopa boba de Internet; donde nadie conoce a nadie y todos gustan de mirar desde su ventana indiscreta embutidos en su camisón:
─ ¿Cómo se gobierna una familia numerosa? ¿Quién se encargará de poner la mesa? ¿Quién cuidará de los ancianos? ¿Quién “echará un ojo” al hijo menor?
─ ¿Acaso no habéis visto nunca los documentales de la 2? Allí, en las llanuras del Serengueti, o en el Massai Mara, las cebras se reúnen para comer junto a sus crías. Y no usan de cuchara, ni de tenedor. Los leones acechan en directo y en vivo y no hay bocado que perder. Nada de ventanas indiscretas, ni pantallas de televisión. La gran llanura es toda ella un inmenso cielo o un infierno, y los grandes ejemplares de ñus se aprestan, heroicos y soberbios, a atravesar la corriente del río.
Muchos viejos, enfermos y niños caerán en las fauces de los cocodrilos; así los tendrán atareados para que los demás crucen tranquilos...

Es tan tierno y tan deliciosamente humano que alguien hable del ajetreo cotidiano de los que sufren y de los que ríen ─ gente de a pie tan humilde como tú y como yo─ que no hay nadie que no haya visto documentales de la 2.
Reporteros que se preocupan de lo que inquieta al vecino. De anotar sus incidencias del día a día, para darle categoría de leyes, de Crónica General.
Cronistas de una realidad local y cotidiana que, como Manuel Montes Mira, anotan con plumilla de oro los nombres geográficos de su pueblo; de los hitos y circunstancias que vivió; de los Raimundo, del Mudo del cine Zorrilla, de Eugenio “el de la Maquinilla”, de Gabino, de Perales, de Luisito Morgan, de D. Fernando, de D. Eulogio, de Leocadio Marín…
Grandes comunicadores, como Juan y Medio, que se hacen eco de la soledad de sus mayores, del amor en los tiempos del cólera, a cualquier edad y condición.
Realmente resulta tranquilizador que alguien se preocupe por lo que los demás sienten, o se dejen morir por sus huesos, como si fueran un amor; el que más de la familia; algo conmovedor que debería haber sido regla en el interior del autobús de “Tussam”.
En tiempos se practicaba la antropofagia allí dentro. La víctima entraba y todos se lanzaban a una, en una especie de acercamiento ocasional hacia la especie hembra, en que nadie se paraba a dar los buenos días, ni se pedía el carné o cualquier otra seña de identidad. Antropofagia gratuita en que sólo los gestos, la apariencia y los objetos dejaban una mínima constancia de aquella burda agresión.
Porque lo bueno de los autobuses es que después de bajarte no existes. Ni el de la mirada turbia; ni el fantasma de los pantalones caídos; ni la víctima ni el agresor. Todos son pequeñas sombras, instantes perdidos, una canita en el aire que sólo un pasajero avisado reconoció; te dijo su pequeña historia, dos paraditas y adiós.
─ ¿Quiere volver usted a su agujero, que no me permite pasar y llevo prisa..?
En los sitios más pequeños, en que la multitud es uno o dos, la necesidad de ayudar nos obliga a ejercer la solidaridad con el otro, que es como si la ejerciéramos con nosotros mismos. En “La nacencia”, el precioso poema del extremeño Luis Chamizo, es la madre parturienta quien asiste su propio parto, y saluda a la vida al recién nacido: “¡Bienvenido, hijo!¡Ya estamos todos aquí!”
A mí últimamente, tras entrar en una etapa de vida que se abre con la jubilación, me salen a saludar cada mañana un libro, una biografía, un proyecto de utopía, el crepitar de unos leños, el humeante chisporroteo de la tradición, una poesía que brota del manantial de la inocencia, una flor…
Me encantaría, por ello, pintar cientos, miles de retratos, o bien escribir biografías; saber de la vida cotidiana de mis paisanos y amigos, sin ánimo alguno de cotillear o de estudiar su memoria curricular por Internet ─ que las máquinas no tienen sangre en las venas─, sino como la única fórmula de escribir el más perfecto de los libros: Historia de un Corazón. Conocer de la gente a la que quiero todo lo que es noble, bello y enriquecedor. Eso que confiere a cada persona un gesto único y un sonido irrepetible que la hace semejante a las campanas de la catedral mayor.
 
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Comentarios

Juan carlos mateos FRUTOS
01-10-2016 17:46:52
Pues sí las matemáticas las aprendi a fuego hasta los limites de programar aceleradores de partícul...
 
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