5 de diciembre de 2014 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Unas gotitas de filosofía

María Zambrano Alarcón
María Zambrano Alarcón
Desde que leí a mi paisano Luis Javier Ruiz Sierra los escritos de su amiga María Zambrano (Vélez ─Málaga, 1904─ Madrid, 1991) se han convertido en mi biografía de cabecera. Y no hay página que haya leído que no me mueva “hasta el hueso”, y que no hagan de su vida y de su filosofía algo cercano a la realidad que nos ha tocado vivir.
Porque todos somos tan parecidos, con nuestros problemas y nuestras alegrías; que una vida tan sólo difiere de otra en la grandeza de asumir lo que le viene rodado, en la capacidad de reflexionar sobre lo que sucede a su alrededor, y en el goce de sentir el aleteo de la vida, con todo su carga de espiritualidad: “La vibración humana es tan intensa que anula el espacio, y el peso de la tierra, como si todos fuésemos insectos, libélulas, flores, como orquídeas que crecen libremente colgando de los árboles, con las raíces al aire, sin necesidad de tierra.”

Siempre ha habido más regiones de las que se sabe. Porque el hombre tiende a convertir en absolutas sus creencias, aun las que se refieren a lo que se suele llamar la “práctica”. Lo grave de estas religiones subrepticias, además de su ilegitimidad, es que se deslizan y aun se apoderan del ánimo sin ser notadas, que actúan como supuestos del pensamiento y... de la conducta.
Y así, no entendemos a nuestro prójimo, a los más inmediatos, ni a la mecánica de los sucesos políticos, ni... a nosotros mismos. Si el viejo Sócrates volviera a este mundo —donde se le haría ingerir su vaso de aceite de ricino cotidiano— prescribiría como medida de rigor para el logro del “conócete a ti mismo”, la persecución y de manera implacable de los supuestos que dirigen ocultamente nuestra conducta. Los supuestos que, por estar ocultos y por actuar constantemente, vienen a participar del carácter de la fe religiosa; llegan a ser su sucedáneo.
Una de estas religiones no declaradas de nuestros días, de las más actuantes y difundidas es la que pudiéramos llamar “Religión del éxito”. El éxito, elevado a rango de potencia máxima, de última instancia, ante la cual toda acción ha de justificarse. Toda acción y, lo más terrible, toda persona; la persona en su valor íntimo, esencial, con su historia tejida entre las circunstancias, de las que no se es responsable, con su intimidad y secreto, con sus razones y sinrazones que sólo ante la lógica divina podrían develarse. La persona humana, la realidad más valiosa de todas, portadora de un designio que la sobrepasa, tan inasequible y tan cercana y frágil; lo más invulnerable y lo más conmovedor; el mayor prodigio del universo conocido: la persona humana.
A este prodigio se le hace comparecer a diario —y casi sin darse cuenta— ante un frío juez que ni siquiera pregunta, displicente, como aquel otro: “¿qué es la verdad?”, sino “¿qué has conseguido?” Y si nada consigues, “¿a qué te obstinas?” “¿En qué?” Podría contestar el procesado; “En vivir quizá”. Pues puede llamarse vida a esa tensión continua entre dos polos helados, el cálculo para lograr el éxito y el azar..; el azar que extravía una carta, equivoca un nombre o, más totalmente, nos ha hecho nacer en determinadas circunstancias de tiempo y de lugar que, por cierto, no hemos inventado.
(María Zambrano: “Sentido de la derrota”, en Islas. Edición de Jorge Luis Arcos. Ed. Verbum, Madrid, 2007, pág. 164).
 
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