Papá es tonto. Mamá lista. Papá siempre dice no. Mamá dice sí. Papá no me da nunca para chuches. Mamá sacó las monedas del bote de Cola Cao. Papá le echó la bronca. Mamá me mima. Amo a mi mamá. Papá no quería comprarme la moto. Odio a mi papá. Mamá me deja ir por la acera. Papá ya no puede impedirlo. Mi mamá lo hizo callar para siempre. Y esos dos, que se aparten si no quieren vérselas con mi mamá. ¡La calle es mía!
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Lola Sanabria
Yo nací en una casa grande en una calle ancha llena de mecedoras y sillas en verano y de soledad y ladridos de perros en invierno. En un pueblo con un barrio alto que tenía una plaza de tierra prensada con un bar pequeño; y un barrio bajo con unas escaleras que bajaban a la plaza del Ayuntamiento, la casa del juez, la de las maestras, la del veterinario, la de los dos médicos, y el Café Español, con su salón de baile.
Mi casa de muros de adobe, puerta de madera maciza, veinte centímetros de llave de hierro, pasillo de piedrecitas colocadas como hojas, losetas pintadas de rojo a los lados, paredes encaladas, varias habitaciones, una despensa, una bodega con grandes tinajas, la cocina, el comedor, el patio, el gallinero y la cuadra. Arriba, el doblado con los arcones, el castillejo, algún somier de muelles hundidos, las artesas para curar los jamones, las orzas para los lomos y las aceitunas, y un cabezal de níquel desgastado.
Vivía con mi abuela, mis padres, mi hermana, mis tíos y sus seis hijos. Camas comunales de ropas revueltas, corros de mujeres cosiendo al atardecer en el patio, tamborileo de dedos en las palanganas de porcelana, “El submarino amarillo” cantado por mis primos a la vuelta de la carpintería, risas; y el olor del jabón hecho en casa, de la colonia a granel, del betún de los zapatos. Años de infancia y adolescencia.