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2 de diciembre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Complejo de Superioridad

Complejo de Superioridad
Para Cristóbal de La Orden la mayor herencia que recibió de sus padres era un complejo de Cenicienta─ un “sello” de familia, como orgullosamente repetía ─, una forma de servilismo para con los demás que bien pudiera resumirse en una sola frase: “Haz el bien, y no mires a quién”.
Desde ya antes de nacer, la vocación de Cristóbal fue la Pedagogía, la de “conductor de niños” en su acepción más literal. Y si como dice el refrán “el hábito no hace al monje”, al menos en este caso, el nombre de pila sí que contribuyó a que la semilla de la conducción floreciera sin más abono que el que natura le dio y Salamanca no presta.
Terminados los estudios Cristóbal tuvo la fortuna de frente al aprobar unas oposiciones, que como dice el refrán: “Suerte te dé Dios, que el saber nada te importe”.
En el tiempo al que se hace referencia Cristóbal se encontraba en situación de “funcionario en prácticas”, con un cien por cien de posibilidades de promocionar, por su espíritu de servicio.
Llegado que fue a su destino, el joven se dirigió hacia el edificio donde había de trabajar, como si se sintiese ya parte de él.
Entró en la Sala de Profesores y, en menos que canta un gallo, se presentó a los presentes sacando a relucir su buen estado de ánimo, y una excelente actitud para la comunicación.
Luego, en la cafetería, compartiendo charla y café en gustosa camaradería, hasta se puso la medalla de que alguien le dijera:
─ ¿Eres cafetero? Pues prepara los bártulo que en el recreo te invito a un buen café.
Y nada más sonar el primer timbre se dirigió hacia la clase que le estaba asignada, con paso gallardo y marcial, y los brazos abiertos de par en par, dispuestos a ayudar al prójimo, y a concitar las propuestas necesarias que sacaran del pozo negro de la indefensión a todo un batallón de futuros ciudadanos.
Tras atravesar la puerta rápidamente se percató de que el día había empezado con mal pie; que un “mal ángel”, que dirían los andaluces, revoloteaba desorientado por en medio de la habitación. Situación claramente perceptible incluso para los que, como él, hubieran sido diagnosticados con el “Complejo de Caperucita Roja”.
Allí, arrellanado en incómoda cátedra, se encontraba uno de esos inmortales en los que no hacen mella los problemas de Matemáticas, ni los axiomas de Filosofía, ni la traducción de Inglés, ni las contiendas de religión, ni mucho menos la autoridad de quien no esté asentado en plaza.
Jacob González ─que si no éste el nombre será otro de parecida estimación en el santoral─ era un oficiante de torero que, a sus pocos años, era ya todo un experto en tentar a todo bicho que se le pusiera por delante, y un adelantado en ciencias políticas, y en la cuestión laboral.
Al entrar el profesor en clase González se levantó, sin necesidad de excusas, o de usar de la contención, y arremetió contra el recién llegado con repetida dialéctica.
─ Maestro, ¿sabes ya lo de la corrupción, y lo del “pelotazo”, y la que se ha “armao” en el pueblo? Pues te lo voy a explicar…
─ “Tome usted asiento, por favor, que tenemos que pasar lista, y nadie le ha pedido su opinión aún”, respondió con sonriente talante el recién llegado, pensando en los claros síntomas que presentaba la personalidad del joven, tan similar a la de su amigo Jazmín.
─ Que resulta que la Lobo lo que quiere es la “morterá”... ¡Pero si esa tía no vale ni pa´ concejala, que lo único que sabe es fregar! ¡Ahora nos vamos a creer que no quiere la “pringá! ¡Pues ya verás, ya verás tú..! ¡Al tiempo y la vamos a ver con el parné en la billetera! ¡Cuando ese empresario diga “aquí estoy yo”, ya veremos..! ¡Que por dinero baila el perro, y por pan, si se lo dan..!
Al lanzar aquella especie de exabrupto, o denuesto sobre el pan y la “pringá”, adobado por tan categórico dicho, González se hacía acompañar de los gestos que, como aprendiz de torero que era, se le daban fenomenal: ora simulando contar billetes a una sola mano, ora untando la mantequilla en el pan, ora estirando hacia atrás los brazos, como citando al toro de la rutina con desganado valor…
Porque si algún rasgo de carácter definía bien a aquel joven, hasta el punto de disimular sus grandes virtudes en el arte de Cúchares, era su infinita estupidez, su tremenda desgana y su forma de mirar, con su correspondiente caída de pestañas, entre lánguida y perruna.
Luego, sentado en aquella especie de pupitre que tan corto le venía a su metro ochenta, aquel santo varón ─relacionado en la Biblia con un plato de lentejas; y, al parecer, harto de coles según la expresión de asco de su amplísima mandíbula, y de sus delgados labios─, se aventuró en esa otra suerte de matar, que tan buenos réditos le proporcionaba ante tan bisoña afición:
─ Pero ¿Me quiere usted decir para qué sirve la Gramática? ¡Para dar de comer a los “enchufaos”!
Y aquí venía el consabido gesto de los dedos índice y corazón percutiendo contra la palma de la mano contraria, ante la risa nerviosa de algún amilanado subalterno y el escándalo de los “pringaos”, hastiados del miedo, pero faltos de argumentos para defender tan penosa posición; porque, a decir verdad, las miradas atravesadas de González, su diferencia de edad con respecto a sus condiscípulos, y su temible aire de jifero, provocaban el pánico de los niños, cuanto más del educador:
─ ¡Profesor, si éste es un vaina que está siempre “roneando”, y que no sirve ni pa´ toreá...!¡A ver si te largas un mes o dos a tentar unas vaquillas, y nos dejas ya tranquilos!
La presencia de un repetidor intrépido, dispuesto a rematar una faena de aliño en la persona del matador, añadía un componente más de riesgo a la difícil ecuación que Cristóbal intentaba resolver dando una larga torera, para no quebrantarles el debido respeto, y menos aún la moral:
─ Y sabrán ustedes que a los toros se les nombra también por el tipo de cornamenta. A saber: corniveleto, mogón, astifino, brocho, capacho, cubeto, playero, bizco…
─ ¡Pues no lo voy a saber…, si todo eso está en un libro! ¡Te quiés i ya!
Aquella demostración de conocimientos por parte del enseñante fue vitoreada hasta por los más apocados como una liberación contra tan terrible mosca cojonera, y respondida por el afectado con el gesto que suele ser habitual en un cowboy ante el truco de un tahúr:
─ ¿Y sabes tú quién lo ha escrito? ¡Si los maestros no sabéis na´! ¡Me vas tú a vení ..!
Reprimiendo su deseo de ilustrar a tan destemplado alumno sobre las normas de cortesía, y sobre la impertinencia de algunos registros lingüísticos, el docente contestó como quien se presta a un examen:
─ Ese libro lo escribió D. José María de Cossío, autor de una Enciclopedia Taurina de la que el compañero nos va a hablar, para compartir sus conocimientos de tauromaquia con nosotros. Yo me remitiré a decirles algunos de los poemas que Miguel Hernández, Rafael Alberti y Rafael de Morales, entre otros, escribieron sobre el toro; amén de sacar a colación algunas cosas de mitología…
─ ¡Todo eso que dices son tonterías!¡ Eso no vale pa´ná!

Cuando el discurso se suscribe a la intolerancia; cuando la pasión por el arte es simple ánimo de arrinconar a alguien, o de hacer daño a un adversario; cuando se hace acopio de “malage” a la hora de compartir una preciosa información, no hay Pedagogía posible.
Así lo entendió D. Francisco Giner de los Ríos, profesor de D. Antonio Machado; y así lo expresó D. Cristóbal, que al no disponer de argumentos para dormir con el dardo de su oratoria a González optó por invitarle a abandonar el estrado sin acompañamiento de palmas, ni música de pasodoble.
Lo que pretendía ser un descanso en la rutina de palenque, que tanto ponía a González, fue interpretado por tan avieso individuo como una provocación, negándose en todo punto a abandonar el aula, y a dejar a un lado su complicada pose de verdugo, y de víctima a la vez.
Arropado, al parecer, en la costumbre, levantó los brazos al aire como quien ensaya de clavar los rehiletes sobre aquella especie de carrito que simula ser un toro.
Cristóbal, que le vio venir, y que no tenía un pelo de mártir, paró en seco la arrancada con el brillo de latón de su mirada, y con un mayor torrente de voz, preguntando al desmemoriado sobre los matices que separan a un valiente de un cobarde, a un individuo honrado de un alevoso traidor.
La interrogación fue más allá de lo que de un badulaque se puede exigir; si Jacob no tocó madera fue porque en ese momento se aturrulló, pero herido en lo más hondo de su estima ─cual si una voz del más allá le hubiera tachado de algo, y como si él mismo se lo creyera─ echó a correr por los pasillos, al tiempo de desgañitarse gritando.
En un plis plas acudieron a la clase hasta siete u ocho ilustres, invocados por la mala fama del ofendido matador: la Directora, la Orientadora, la Subdirectora, el Secretario, los profesores de Guardia, y el mismísimo Juez de Paz, que también ejercía de docente, y que se habían dejado sin acabar una olorosa y espumeante taza de café.
Ante el estupor general la Cúpula Gobernante del Centro ─ todo un coqueto y formal despachito gris─ concluyó que el futuro de la Escuela Taurina estaba en muy buenas manos, gracias a la impecable técnica de Jacob; y que cualquier profesor “en prácticas” debería estar preparado para reconducir la situación, por muy dolorosa que fuese; que para el Ministerio de Enseñanza, como para El Corte Inglés, el cliente siempre lleva la razón; y que, en resumidas cuentas, el dueño de tan exaltado talante había de pedir perdón. Y aquí paz, y después gloria…
En el plazo de minutos ya había sido informada la Delegación, y el pobrecito Cristóbal ya se veía en la cola del paro, señalado por la Administración, y entre ristras de condenados al basurero de la marginalidad.
Por suerte para él no le había de faltar un apoyo que le animase: su amigo Jazmín Florido era de un optimismo tal que, según los especialistas, poseía un fuerte complejo de superioridad.
Pero tampoco el día estaba en feliz armonía con las flores; tan sólo unos minutos hacía que el simpático Jazmín había recibido un wassap de su novia para decirle que rompían; y lo hizo en un tono tan enérgico y tan rotundo que incluso él mismo se la creyó.
─ Ten esperanza, amigo mío, que todo se solucionará. Si en el fondo Raquelita está loquita por ti. ¿O acaso no recuerdas cuando te enfrentaste con un bético, tras el pasado derby; que sin dudarlo un instante ella fue y te apoyó. No olvides que te alentaba; que era ella la que decía, señalando a tu enemigo: “¡Mátalo, Jazmín! ¡Mátalo!”
Y Florido, más tranquilo tras escuchar del colega tan clara argumentación, se despedía de Cristóbal, que marchaba con el alma en vilo y el pantalón más caído de lo normal hacia la Delegación, espetándole a voz en grito:
─ ¡Dios te oiga, Cristóbal! ¡Que Dios te oiga, y que convenza a Raquel! ¡Y tú no te preocupes por nada! ¡Ten ánimo, amigo, que todo se nos va a arreglar! ¡Paciencia, no desesperes! ¡Y que todo te vaya bien, eh!
…………..
Pasadas unas fechas del cuento ─recién terminado de esbozar, con la torpe pretensión de que D. José Antonio Marina lo incluya en su Libro ─ los periódicos de la capital se aprestaban a saludar las gestas taurinas de Otoño en una preciosa entrevista, subrayada por el diestro de marras en categórica afirmación:
─ Desde que entreno cada día con el maestro Badila, soy mucho mejor torero y persona.
……………
Sospecho que historias como éstas, en que llegados los fríos de Otoño el individuo muestra una notable progresión, son las que moverían a aquel Consejero de Educación de la Junta de Andalucía a pedir destino como funcionario en un confortable Centro de Adultos.
Esto último no es un cuento, que es una verdad como un puño como puedo confirmar.
¡Vivir, para ver! O mejor, vivir para seguir leyendo historias de niños mal criados, de Caperucitas y lobos, de “socios listos” y gente pobre, de la ranita encantada, de soberbios y caciques, y del rey que rabió porque no le dejaron hacer su real gana…
Por mi lado alguien pasa, con sus complejos y síndromes, parloteando en voz alta:
─ ¡Pues no seré yo quien les vote!
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