12 de marzo de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez

La teología del colesterol

─ “Me asombra que, entre tantas demostraciones alambicadas de la existencia de Dios, a nadie se le haya ocurrido aportar el placer como prueba”

La teología del colesterol
La teología del colesterol
Dice el refrán que “después de la tempestad viene la calma”, lo que bien pensado si no es una perogrullada es mucho decir, que en no pocas ocasiones la tormenta es la antesala de un huracán que está por venir.

Y no me refería tan solo a “las siete plagas de Egipto” que asolan nuestro país, y que los grandes popes de la economía nos hacen tragar como píldoras; cavilaba también sobre las triquiñuelas y anuncios con que los mercaderes del templo se empeñan en distraer nuestra atención sobre asuntos escabrosos, privándonos del disfrute de lo esencial de la vida, que es tanto como paladear la belleza, o degustar un buen vino, o del placer de viajar en compañía de los demás, y en armonía con uno mismo.

Como el pasado domingo fuese un paréntesis de calma tras los últimos temporales, los ciudadanos de a pie no quisimos dejar de pasar la ocasión de solazarnos con un día de sol, y con la alegría como báculo.

Convertido en anárquico hormiguero de individuos, este “claro Guadalquivir” donde se espeja Triana es la arteria principal de una luminosa avenida de casi ocho kilómetros de recorrido, a la que algunos denominan el “Paseo del Colesterol”.

Desde el Muelle de las Delicias hasta el Puente del Alamillo, en los límites con San Jerónimo, el caminante se sabe “parte y arte” de esta hermosa ciudad, y de sus realidades y ensueños, que Juan del Pueblo, como nadie, está siempre dispuesto a gozar en una charla amistosa, en el tonificante efecto de la luz, o en las caricias y efluvios que desde los Puertos llegan hasta el corazón de la urbe.

De aire, de agua, de tierra, y de fuego se forjan las alas de algunos insectos, y también la de aquellos espíritus que nacieron para volar.

─ “Sólo los débiles cometen crímenes: los poderosos y los felices no tienen necesidad de ello”, decía el filósofo.

Y en verdad que en esta república solar, que a todos trata por igual sin ninguna clase de distinción social, uno se siente dueño de su propio tiempo, más alegre y creativo, y mucho menos apegado a la dura necesidad.

Porque, pensándolo bien, a qué puede servir a tan fatua respiración ese mirar de soslayo, o esas estridencias de pájaro democrático y coral, si ni en fotografía te reconoces:

─ “Entrar en debates como retrasar la edad de jubilación, como los complementos privados, como la compatibilidad del trabajo y de la pensión me parecen absolutamente esenciales”.

─ “En España la gente sigue pensando en ahorrar para comprar un piso antes que en ahorrar para la jubilación”.

Y ese pobre peregrino, que por no tener no tiene ni un E.R.E. que echarse a la boca, ni un caramelo de menta con el que aliviar la sed, a cuento de qué procurarle un dolor de estómago con esa letra torcida, y receta falseada.

Porque según los grandes sabios y doctores lo que este “enfermo incurable” debería de hacer es morirse; o bien empeñar su traje, jugar al juego de la letra chica, y hacerse un plan de pensiones. Y de paso procurarle la mamandurria a esa casta de "tahúres del Misisipi".

Pero hombre de Dios, que se han confundido de cuento, que lo que plantean ustedes es una sociedad ─ hormiguero que no salga a la luz, y en la que las esforzadas obreras se pasen toda su vida currando llenando la tripa a la reina, a los zánganos, a los usureros...

Si ya lo afirmó Ramón y Cajal, que “existen sujetos graves, enfáticos, completamente inéditos; no obstante lo cual pasan por abismos de ciencia y de cordura”.

Pues lo que afecta al sentido común más preferible sería meter el dinero bajo una baldosa, ejercer de naturista, y salir a la calle a mirar, que cuando menos es gratis y hay muchas cosas que ver en tan colorido espectáculo. Y que ellos mismos se las apañen…

Lo dice también el pueblo, que llueva, nieve, o haga frío, cada día se echa a la calle a tomar el sol, y a expresar su indignación contra tanto “Mochilón”, y tanto fresco y descarado que lo único que pretende es una regresión a las “zahúrdas” de lodo, y a los papeles de Paco “el Bajo”, y de Azarías, protagonistas de aquella novela de señoritos y esclavos.

Ya en el siglo pasado los maestros de la Institución Libre de Enseñanza fomentaron el gusto por el deporte, y el amor a la naturaleza, en un intento de “humanizar” a sus alumnos, y de hacer de ellos hombres libres y espíritus creativos a los que nada humano fuese ajeno.

Lo contrario exactamente de lo que D. Ramón Pérez de Ayala daría en llamar “hombre máquina”; ése que tan necesario resulta al hombre de gobierno y al “hombre de presa y empresa”, a quien desde “la niñez lo han galvanizado por el artificio de un sistema”.

¡Cuánta razón que tenían..!

Que visto lo visto aquí nos van a encontrar siguiendo al pie de la letra aquellas máximas de D. Fernando de los Ríos, que el pueblo llano resume en disfrutar de la calle hasta que a Hacienda le dé por sacarle un impuesto.

La teología del colesterol, que consiste en pasear sin soportar los cambios de humor de "la caja tonta", ni el destemplado careto del pijo listo, ni el cuento de la cigarra y la hormiga, ni tanta desmemoria histórica que nos agría el corazón.

“Allegro” del pueblo a mil manos que lleve a recuperar aquella siempre joven y legendaria ilusión de vivir con los demás:


─ “Claveles. Ni una gota/ de sangre.

Restañado/ un pueblo o mar sonríe

por un millón de heridas/ que se han hecho fragantes.”
 
La teología del colesterol
                     
 
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